lunes, 12 de noviembre de 2012

Un cadeau

Cogiste un libro al azar, pagaste los cuatro chelines que costaba y lo envolvieron en papel verde. Llegaste tarde a casa, la puerta  estaba abierta. La cena ya estaba preparada, sonaba el gramófono al fondo y se oían risas en la cocina. Ellen estaba recolocando los vasos en la mesa del comerdor, dice que van en medio, no a la derecha del plato. Te quitaste el abrigo y lo colgaste en el perchero de elefantes, el que trajo tio Alan de la India. 

- ¿Qué está usted haciendo tía Ellen?
- ¡Oh Alfred! ¿Acabas de llegar o has estado cotilleando un rato la casa? ¿Te gusta?
- No, no, acabo de llegar. Todavía no he visto nada. 
- Pues ven que te la enseño... Bueno primero querrás saludar a Evelyn.
- Si, me gustaría verla...
- ¡Qué educado eres hijo! A ver... ¡Evelyn! Acaba de llegar Alfred y ha insistido en verte a ti antes que la casa.

Carrie estaba contándome lo que pasó en casa de los Collins la noche anterior.  Al pobre Adam le hicieron cantar el himno unas doscientas veces, pobre. Al verte dejé de reirme. Odio cómo habla de tí la tia Ellen. Era la primera vez que venías a casa. No sé como no me avisaste para que saliera a recibirte. Inmediatamente me quité el delantal.

- Dejale tía Ellen, yo le enseñaré la casa. Para algo es mi invitado...
- ¡Qué descarada es! Haz lo que quieras, yo terminaré de preparar los canapés, como siempre. 

Entonces, en silencio, recorrimos el largo pasillo. Al doblar la esquina, sabiendo que Carrie y tía Ellen quedaban lejos, en la cocina, me cogiste la mano y me diste 'Las Zapatillas Rojas' de Andersen. No dijimos nada. Yo no me atrevía a decirte nada.

Aquella noche, al echarme en la cama le pedí a Dios que de vez en cuando pasearamos por ese pasillo como aquella maravillosa tarde de otoño, sin hablar. 

En la cena contestaste educadamente a las impertinentes preguntas de tía Ellen e hiciste muchas bromas sobre el color de la salsa de almendras. Creo que fue entonces cuando decidimos que siempre viviríamos cerca de tía Ellen, para hacerla reír.

Me alegro tanto de no haberme movido de Londres, seguir estando enamorada de los cuentos de Andersen, de no cansarme de pensar en ese otoño... De haberme casado contigo. 

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