jueves, 10 de mayo de 2018

kwaheri, kwaheri

Fue nuestro último verano en Zanzíbar. Papá ya estaba muy mayor y decía que no podría volver a coger el ferry desde Mombasa. Una mañana, después de que Mama Mumbi nos prepara el desayuno, cogí mi red y me fui paseando hacia la playa. A mi alrededor estaba el paisaje de muchos meses de agosto tirada en la arena leyendo a los clásicos ingleses. Recuerdo un Oliver Twist interrumpido por una ola cuando subía la marea, se me estropeó una de las mejores ediciones del libro. Nunca se lo dije a mi madre porque era de sus favoritos y me habría matado. Al otro lado de la playa, estaban las casas de Kidoti, donde vivía Wangai, mi mejor amiga del verano. Allí estaban las primeras veces que nadé sola en el océano, estaba el día que vimos el barco pirata. El primer paseo de la mano de Matt. Estaba segura de que cada uno de los árboles que había desde mi casa hasta la playa sabían más de mí que yo misma. Recorrí la playa de un lado a otro pensando si algún día volvería, queriendo volver. Planeé en mi cabeza el día en que le enseñaría esas playas a mis hijos y les contaría todo lo que allí había vivido. La verdad es que todavía no he vuelto. 

Mi padre estaba mayor, todos sabíamos que había que prepararse para lo peor, pero yo no estaba preparada. En realidad no creo que nadie lo esté para nada en esta vida. Recogí dos o tres conchas, que seguramente luego tiraría, y me fui subiendo a casa. Soy una obsesa de las conchas, pero luego, cuando las voy a guardar, nunca me convencen. Fue mi hermano Thoma quién me enseñó a seleccionar conchas un verano en Portugal, cuando papá estuvo destinado allá un tiempo. 

Yo no sabía que era el último verano en Zanzíbar, lo sospechaba, pero no fui capaz de despedirme de las playas infinitas de Nungwi, de nuestros amigos, de nuestros veranos de ensueño, del sol saliendo cada mañana, cada día más naranja. Cogimos el ferry de vuelta y cenamos en Mombasa después del largo viaje. Mi padre nos dejó 20 días después de eso. 

Para mí, aquel verano en Zanzíbar es el último recuerdo de mi padre. Sentado en las sillas de mimbre del porche, leyendo. Le pedía a Mama Mumbi que le preparara un té calentito, porque decía que le gustaba sudar mientras leía las memorias de un misionero en Asia, para meterse en situación. Papá era así. Solo necesitaba estar metido en casa con un buen libro o un buen juego de batallas, y mamá. Sin embargo, como diplomático, se pasó la vida viajando desde los 35 años. Africa le cambió por completo, le hizo más él, más sencillo. Fue su último destino, Mombasa, para descansar y retirarse después de tantos años al servicio de la République. 

Supongo que lo hizo aposta, despedirse de Zanzíbar con nosotros, para que no nos atreviésemos a volver sin él. Zanzíbar era solo suyo.