Son dos segundos, quizá tres, te miro y sonríes. Sabes lo que estoy pensando y a que se deben cada una de las arrugas que se dibujan en mi cara: felicidad. En el instante más importante de nuestra vida nos decimos monosílabos cargados de sentido, un solo cambio desbarataría mi rostro convirtiéndose en retrato de la hecatombe mayor. Me miras y tu cara se torna más roja que carne y pienso que estás en aquella esquina de Shoreditch esperando el autobús... Pero enseguida vuelvo a tu mano, a un anillo. Recuerdo el nosotros del que tanto hemos hablado y veo, como testigo involuntario, la transformación del plural en un singular maravilloso. No somos dos, ahora y por siempre seremos uno.
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