Tenía veinticuatro horas para decidirme. Ir o no ir. Dejar pasar la oportunidad y olvidarme de su risa. Maia iba a estar dos días en Berlin. Iba a conocerlo a solas con su flash y una botella de agua. Yo solo tenía que coger el primer tren a la capital, recoger su soledad y tirarla al frío del invierno. Maia no sabía nada, seguía siendo tan adorable como siempre, con sus ojos verde aceituna y sus panuelos de flores. Iba mochila al hombro por la vida. Le gustaba leer y llevaba siempre un cuaderno lleno de apuntes. Nunca me dejó leerlos.
Llegué a Berlin tres horas después de que hubiese llegado ella. La llamé sin decirle que estaba allí. Me dijo que estaba contenta que no sabía como había conseguido alquilar una bicicleta y estaba recorrieno la orilla del muro. Le gusta hacer fotos de carteles, de senales de tráfico y pancartas. Berlin está disenado para ella. Colgué mandándole un beso y corri haci el metro. Me bajé cerca y empecé a caminar en una dirección cualquiera.
Se había sentado. Estaba escribiendo algo en su pequeno diario. Llevaba un abrigo azul hasta el suelo y estaba más delgada. Hacía solo una semana que me había escrito. Empecé a silbar esa canción y levantó la vista. Cerró el cuaderno y cruzó las piernas. Nunca lleva vestido, o eso me dijo. Llevaba unos vaqueros rotos, los de siempre, las zapatillas de siempre y las unas bien pintadas.
Se levantó y sin mirarme siguió andando. Me desconcertó un poco pero enseguida extendió su mano para que yo la cogiera. Creo que hice bien, necesitaba conocer Berlin a su lado, a su lado todo es mejor.
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