La de veces que habría preparado el equipo para salir a shootear la calle de abajo arriba y de arriba a abajo. La de veces que habría limpiado la cámara para no tener que pararme a pasarle el pañito que llevaba en el bolsillo de la chaqueta, por si acaso. La de veces que habría salido de casa con l'appareil al cuello y las gafas preparadas, para ver de lejos. La de fotos que le habría sacado a mi portera, Maggie. La de veces que había reprimido la grosería que se me ocurre cada vez que alguien me estropea mi retrato de la estatua de Wilson. La de veces que me había sentado en el banco del parque a esperar, a buscar el color o la sonrisa que hiciera a mis dedos moverse involuntariamente para: flash! conseguido. Es en ese instante cuando te sientes realmente fotógrafa. Cuando sientes que la cámara dispara, no con muerte sino con inmortalidad. Es un arma poderosa, como la oración. En el silencio, escondida, evocas tus más intímos deseos y problemas y los materializas en unas pocas palabras. Con una foto pasa lo mismo. La brisa se convierte en un gorro en el aire. Las voces en bocas que sonríen o se sorprenden. El frío en un abrigo, la belleza en un rizo, lo triste en un chupete en el suelo, la euforia en un par de saltos, la inocencia son dos niñas tras un barco de papel, el amor... El amor es un sentimiento difícil. Es inexpresable y a la vez se identifica con demasiadas cosas. Para mí el amor, fotográficamente hablando, es tu retrato encima de la mesilla. Te lo hice antes de que te fueras, es el pisapapeles de tus cartas. Es la esperanza de que vas a volver. Con una cámara nadie necesita decir adiós.
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