Las playas en California, a principios de octubre, están para no bañarse. Hoy la playa está llena de niños y perros, y veo a algún valiente que se ha echado, tabla en mano, a cazar alguna ola surfeable. Estoy mojándome los pies, a las orillas de la bahía, pensando en todo lo que he echado de menos, todo lo que he dejado de vivir. Las olas llegan suaves y frías. No deja de repetirse esa canción de Tony Benett en mi cabeza. Las risas de los niños me dan la vida. Recuerdo cómo James y yo, de jóvenes, paseábamos por la orilla recogiendo conchas y jugando a predecir el próximo terremoto. Siempre quisimos vivir uno juntos. La última vez que ocurrió, yo estaba haciendo una entrevista en Santa Clara y él se había quedado con los niños en casa. Me hizo prometer que el próximo lo viviríamos juntos. Jamás pudimos. Otro desastre se lo llevó antes de que pudiéramos. Pero yo sigo bajando todos los sábados a recoger conchas de la orilla mientras espero a que llegue mi hija con los niños, Edith es la única que se ha quedado a vivir cerca de la ciudad.
La letra de I left my heart in San Francisco, se repite en mi subconsciente. Es 4 de octubre, hace muchos años, James me sacó a bailar en una fiesta al ritmo de esa canción; a la vuelta, en su coche me dijo cuánto me quería y yo le dije que sí. James tenía la capacidad de hacer de cada problema una broma y de sacarme de quicio cada día con algo diferente. Pero jamás quise a nadie como le quise a él. Supo soportarme durante tantos años, que si lo pienso lloro y le recuerdo sentado a mi lado canturreando cualquier canción. Debe estar allá arriba riéndose a carcajadas al oír esto, pero es verdad. Hoy agradezco todo aquella noche: la música, sus palabras y mi sí.
En cambio ahora, bailo sola con las olas. Edith estará a punto de llegar. James siempre dijo que era la más independiente que nos dejaría abandonados por alguno de sus viajes a la primera de cambio, pero es la única que me llama todos los días y sigue confiando en mí como lo hizo siempre. James no tenía mucha intuición algunas veces, otras, en cambio, daba en el clavo; como cuando dijo que jamás sabría encajar la vida si le echaba de menos todos los días. Sin embargo, no lo hago, cada rincón de San Francisco guarda el recuerdo de un beso de James que consigue sacarme una sonrisa.
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