Había cosas que solo yo podía adivinar, que solo yo sabía. Al entrar de nuevo en aquel ambiente, la gente y el idioma en el que nos hablábamos. El pseudocultismo que postulaban aquellas melenas rojas bebidas de años entre libros empañaban la realidad. El hecho de ser un grupo de idiotas adolescentes en su peor crisis podía con nuestros conocimientos. Nadie más podía hacerlo, mezclar ron con coca cola mientras hablábamos de por qué Wittgenstein se rindió ante la imposibilidad de encontrar la verdad del lenguaje.
Por eso al volver a esa situación, volví a estar frente a ti hablando de simplezas. Resultaba extraño traducir tus miradas como lo hacía antes, sentir los dos besos de bienvenida acompañados de un anciano escalofrío. No era normal reírme contigo y ver que los dos habíamos crecido, que ya no me volvía cereza al oír mi nombre en tu boca sino que sentía un cariño increíble.
Las calles de Madrid alucinaron conmigo aquella noche, al vernos pasear juntos. Fue como borrar un ensayo filosófico y volverlo a empezar. Fue una segunda oportunidad en letras grandes, fue un midnight in Paris sin forzar sonrisas, fue un perdón y un gracias. Y quién sabe, quizás fue el final de una historia que empezó hace muchos años.
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