Uno de los sentimientos que más me gusta es el de saber lo enorme que es el mundo, lo poco que lo conozco y la de años que me quedan para poder conocerlo. Como traductora freelance, recibo ofertas de todo el mundo y me abruma esta sensación continuamente.
"Besos desde Taipei, María", "Saludos desde Oslo, Liam", "Aquí ya es de noche, un abrazo desde Beirut"... En fin, que gracias a todos ellos voy conociendo el planeta y sin embargo nunca he tenido el valor de lanzarme a visitarles a todos. Hace años me hice una promesa, intentaría entrar en contacto, más allá de lo profesional, con alguno de mis clientes, sin más intención que la de conseguir visitar alguno de todos esos países en los que se publicaban mis humildes traducciones. La mayoría son artículos científicos o documentos oficiales; desde cartas de recomendación hasta minirevistas de biotecnología.
El proceso de selección de mi destino sería minucioso y siguiendo una serie de criterios. Sería un país fuera de Europa, tendría que tener como lengua oficial alguno de los idiomas que yo hablo (que nunca es fácil, porque el árabe, el japonés y el chino quedan fuera). Me dediqué a ello durante el mes de marzo, planeando aterrizar en alguna parte del mundo a principios de junio. Ahorré desde diciembre del año anterior y por fin reservé los billetes a mediados de mayo. Casi en el límite del plazo que me había fijado.
Escribí a François el 13 de marzo y me contestó tres semanas después, diciéndome que le encantaría quedar conmigo un día en cuanto llegara. François es ingeniero aeronáutico, yo llevaba traduciendo sus artículos desde hace tres años. Jamás nos habíamos visto. El 2 de junio aterricé en Québec con muchísimas ganas de hacerlo todo. Me iba a quedar un mes para recorrer todo lo que me diera tiempo. Quizá elegí un país muy grande, el caso es que me enamoré. François me dio listas y listas de sitios que visitar y me alojó en casa de un amigo durante todo el mes. Quedamos un día a tomar café y después otro a cruzar el río en bicicleta, y luego a visitar Montréal... Conocí los rincones más bonitos de Québec a su lado y nos casamos ocho meses después de que mi avión llegase al aeropuerto.
Québec en invierno se cubre de nieve, la gente sale a patinar sobre el St. Laurent congelado y el mejor plan es quedarse en casa con una taza calentita. La vida cuando es una locura, es mejor. Yo cometí una locura hace seis años, y aquí sigo, viva y feliz. Ahora traduzco desde el otro lado del mundo, pero sigo queriendo ver más. François dice que India, a mí Nueva Zelanda lleva tentándome unos meses. Veremos dónde podremos ir al final, aunque creo que para los niños será más cómodo pasar unos días en las playas del Pacífico...
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