Hay inviernos que duran demasiado, hay eneros que no se acaban y febreros llenos de semanas. Sin embargo, me encanta que vuelvan, me encanta levantar la hoja del calendario y ver que pone enero, en todas las lenguas posibles porque sigo poniendo los calendarios que me regalabas de tus viajes. Adoro el sentimiento de nostalgia de echarte tanto de menos que se me anude la garganta y me salgan pequeñas lágrimas que no duran ni un minuto. Hay inviernos que duran demasiado pero nunca tanto como el que pasamos aquel año, jamás podría haber imaginado que no te volveríamos a ver. Recuerdo despedirte en el aeropuerto el dos de enero, cargado de comida en conservas porque no te hacías con la cocina de aquel piso de Rotterdam, papá y yo no llegamos a verlo nunca. No pudimos ir a recoger tus cosas, era demasiado para los dos. Hay inviernos que duran demasiado, pero todos son pequeños comparado con la alegría que viví el día en que te vi por primera vez. Recuerdo todo tan bien, papá dirá que es mi memoria, pero yo sé que la tengo normal como todos los demás. Me viene a la cabeza la imagen de tus manitas agitándose en el aire para pedirme que te sacara de la cuna. No olvido la intensidad con la que gritabas porque te estaban saliendo los dientes, tu sonrisa el primer día de guardería, y lo que lloraste cuando supiste que no te podía acompañar yo. Te echo de menos en las cosas más inesperadas. Pocas veces llego a la cocina y sigue tu taza a medio beber del desayuno, tus hermanos lo dejan todo recogido. Ya no hay nadie, nadie que me descubra canciones nuevas y me haga escucharlas durante horas. Te echo de menos casi todas las horas.
Dicen: con el tiempo, las cosas se pasan, yo espero que nunca se me pase la ilusión de que llegue enero, y acordarme de cómo me mirabas la primera vez que estuvimos juntos. A ver cómo me miras la próxima vez que te vea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario