Salía de allí, de mi París. Mi ciudad. Mi musa. Mi juventud. No quería olvidar ningún detalle. El balcón que daba a la Rue Blanche. Florence y su sonrisa. El rojo pasión. La majestuosidad con la que se alzaba, como danzando, el Sacre Coeur. La sofisticación de Les Champs Elysées. La Torre Eiffel. La melodía constante del francés. Los zapatos de Louise. El cementerio. La alegría de los niños en Saint Germain. El estruendo que producía el metro al entrar en la estación de la Concorde. Saint Lazare. Françoise. Las rosas de Bagattelle. Port Maillot. El sol reflejado en el Arco del Triunfo. La melena de Eléonore. El acordeón que sonaba las tardes de invierno en Notre Dâme. Leer “Metropolitan” sin tartamudear al ver llegar a Chloé con los pasteles. La lluvia en los cristales oyendo a Dickens en mis ojos.
Obligaré a mí memoria el no olvidarte jamás, París. Lo prometo. París. Cerré la maleta, sin prisa, la bajé al recibidor, besé a Mathilde y me subí al taxi. Al momento tuve que volver, me había olvidado el sombrero. Miré por la ventana. Allí seguía. Mi París. Mi aventura.
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