Entraban corriendo con el moño tenso y bien hecho. Salían riendo cantando y recordando los pasos nuevos que habían aprendido. Al entrar en el edificio se veían unas largas escaleras que daban a un pasillo lleno de aulas. En el aula había por lo menos catorce niñas. Todas de rosa saltando serias y concentradas. Aquel maravilloso concierto iba dirigido por una mujer de mediana edad con el mismo moño que las jóvenes y con una sonrisa que a veces se transformaba para dar alguna corrección severa. En el vestuario se oía hablar francés, cintas, medias, maillots, pinzas, horquillas, laca… Strauss, formaba parte del maravilloso panorama que disfrutaba cada día en la Royal Ballet de Londres. Tenía trece años y sabía que algún día sería bailarina. Bailaría para hacer llorar, reír y bailar a la gente de todo el mundo. Consagré cada domingo a sacar bien el instituto, a hacer reír a mamá y a jugar con Samuel. El resto de la semana era para el rosa, la música, los assamblés, los pas de buré, los tant levés, las posiciones y la dichosa pirueta.
Salí al escenario y vino a mi mente el día que dije que sería Giselle alguna vez. Ahí estaba yo delante de un público germano capaz de apreciar todo el esfuerzo que yo había hecho para bailar Giselle para ellos. La música fue llevando mis pies, levantando mis rodillas, moviendo con agilidad mis brazos, balanceando mi cuerpo y haciéndome ver que lo que hacía era belleza, era ballet.
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