viernes, 25 de febrero de 2022

Madonna

 Al verla me acordé de todas las veces que la había mirado. A veces de reojo, en el bullicio de una tarde ocupada, o al querer coger un lápiz del bote que quedaba detrás de la pantalla del portátil. Otras, sin embargo, no empezaba la tarea sin mirarla y decirle algo, pedirle la ayuda necesaria para realizar aquello que tocaba en ese momento. Habían sido tantas las ocasiones en las que me había acompañado su gesto tranquilo, que el momento de conocerla fue cuanto menos especial. Al estar allí, delante de ella, frente a frente, por primera vez después de tantos años, me invadió una gran paz, seguida de una admiración incalculable que desató alguna lágrima. Enseguida, reponiéndome del momento de debilidad, cogí mi teléfono y me puse a sacarle fotos, buscando el ángulo que consiguiera captar su naturalidad, cada trazo de su rostro, cada detalle, cada matiz. No sabría decir con exactitud cuántos años he rezado mirando su imagen, cuántas causas ha intercedido por mí, cuántas horas ha logrado alargar para que me diera tiempo a hacer aquello que me quitaba el sueño. Me costó despegarme de ella, darme la vuelta y pasar a otra cosa. Me sentí traidor al darle de aquella manera la espalda. Yo solo la podía mirar en una barata impresión a color que había en mi mesa de trabajo, y allí la tenían marcada en dorado y con la mejor luz. ¿Cómo no iba a quedarme, para siempre? 

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