A veces, se plantan en mi cabeza recuerdos nítidos de cosas que jamás han ocurrido así. Supongo que no serán recuerdos entonces. Pero los rememoro como si lo hubiera vivido. Puedo verme de nuevo abriéndote la puerta a eso de las 7:30, cuando ya empieza a oler a cena porque los niños tienen clase mañana. Entras, joven y cansado, sonríes y coges en brazos a Manuel que se te acerca gateando por el pasillo. Yo llevo esperándote todo el día, estoy deseando contarte mil cosas. Pero me paro y pienso que quizá tú también tengas que contarme algo. Pero preguntas tú primero, porque en lo bueno siempre te adelantas. Te beso y nos quedamos abrazados dos segundos, no más, porque se me quema el aceite en la sartén, y te cuento quién me ha llamado esta mañana. Y que he conseguido cerrar el proyecto con los de la empresa de Londres que me pedían unos plazos incomprensibles, y te comento, de pasada, que te va tocar aguantar una reunión con la jefa de estudios porque no pienso ir sola esta vez. Lo de Pedro no tiene nombre. Entonces me miras, sonríes y preguntas qué huele tan bien, yo miro la sartén y vuelvo a mi realidad, salgo del recuerdo que estaba viviendo. Estoy haciendo palitos de pescado y se van a quemar.
No estás en casa porque vuelves mañana de un viaje rollo, de esos de trabajo a los que no me apetece ir ni a mí. Vuelves mañana y entonces sí te abriré la puerta llena de ganas de abrazos, sofá y pelis con los niños. Entonces será verdad.
Son partes del sueño en el que vivimos, entiéndeme.